miércoles, 6 de marzo de 2019

La barbarie douce: la escuela de la evaluación y el contrato.

"Algunos responsables (políticos) afirman sin ambages que (en el futuro) habrá que cambiar muchas veces de "oficio" y retornar a la "escuela" a lo largo de la vida(...). ¿Son conscientes del efecto de sus palabras en aquellas personas que están en situación de fracaso escolar y no tienen trabajo?"
 
  En el libro La barbarie douce. La modernisation aveugle des entreprises et de l'école (La Découverte, Paris, 2003), el sociólogo Jean-Pierre Le Goff analiza las herramientas de administración y de análisis de las competencias significativas, de la manipulación de los asalariados y de la deshumanización del trabajo. Asimismo, estudia las herramientas de evaluación aplicadas en las aulas, desde la más temprana edad, por parte de los "nuevos pedagogos". Es en este último apartado donde nos detendremos a continuación.
    Al igual que en la empresa, la "autonomía", la evaluación y los "contratos" de objetivos, encuadran el funcionamiento de las tareas docentes: una autonomía que debe desarrollarse en un marco administrativo y legal que apenas permite elección; una auto-evaluación que implica procedimientos y útiles sofisticados elaborados por especialistas; unos "contratos" (o compromisos educativos) que en la escuela, desde primaria, describen y evalúan los buenos comportamientos a los que redirigir al alumnado indisciplinado (unos "contratos" -entre familias, tutores y alumnado- que actualmente se extienden al alumnado con algunas materias suspensas en el primer trimestre del curso).
   Este "compromiso educativo" -que se "invita" a firmar a las familias- puede alterar las relaciones entre padres y enseñantes. Los padres sienten -como me señalaba un tutor de secundaria- que se les responsabiliza del supuesto fracaso escolar de sus hijos. Según Le Goff, esa relación entre docentes y familias "se deshumaniza, centrada alrededor de una evaluación que se convierte a la vez en diagnóstico y sanción". El nuevo lenguaje pedagógico agrava los malentendidos: enseñantes y padres no parecen hablar el mismo lenguaje. Algo agravado por el hecho de que el discurso sobre las competencias va acompañado con frecuencia de un discurso psicologizante sobre el estudiante, "lo que acentúa el desconcierto de los padres, que se sienten responsables sin saber muy bien qué hacer". En esos "contratos" se intenta valorar el grado de "autonomía" alcanzado por un alumnado al que, por otro lado, se le señala (y controla) el cumplimiento de determinados objetivos y hábitos de estudio.
    Los saberes son reducidos a operaciones simples, retraducidos en objetivos a alcanzar. La escuela se convierte en un organismo de servicio que ofrece "prestaciones educativas" a sus usuarios: los jóvenes y sus padres. La cualidad de esa prestación se mide mediante el grado de satisfacción de esos usuarios considerados como "clientes" (a lo que acompaña la "obligación de resultados").
   Provenientes del modelo de gestión empresarial neoliberal, las "competencias" se han convertido en un término clave del discurso dominante, al que parece difícil oponerse. En un frenesí clasificador, estas competencias -en "reactualización permanente"- son objeto de definiciones cuya sutilidad sólo parecen apreciar los especialistas que las crean. Las competencias en el mundo laboral y educativo se justifican en el intento de ayudar en el acompañamiento formativo de los afectados; pero en la práctica, fragmentan y parcelan los saberes y actividades de manera extrema ("saberes de base", "saberes relacionales", "saberes técnicos", "saberes de organización", a los que se añaden las "maneras de ser").


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