La socióloga Eva Illouz, en su libro "La salvación del alma moderna" (Katz, 2010), considera que la inteligencia emocional "representa un nuevo eje de clasificación social que crea nuevas formas de competencia (e incompetencia) social". El surgimiento de la "competencia emocional" ha estado ligado al ascenso de la ideología terapéutica y a los nuevos usos de gerencia y disciplina empresarial. La ideología terapéutica, señala Illouz, "ha reificado la vida emocional al construir e institucionalizar la distinción entre respuestas emocionales competentes e incompetentes". Así, por ejemplo, considera como respuestas incompetentes el enfado o la indignación, ignorando que las emociones son resultado de la interpretación que se da de forma fluida en un contexto determinado. Las emociones se desarrollan en el marco de las interacciones sociales, no pueden ser siempre cosificadas para facilitar su manipulación reflexiva. De hecho, en la práctica, "la ambigüedad emocional, la ambivalencia y la falta de claridad son altamente competentes, porque son modos de afrontar situaciones sociales que contienen elementos contradictorios".
Según Illouz, "la inteligencia emocional es una noción difundida e incluso dominante porque se corresponde con la ideología de los grupos sociales clave en el proceso de producción y porque se corresponde muy bien con los requisitos que se le exigen al yo en las nuevas formas de capitalismo". "La inteligencia emocional refleja el estilo emocional y los modelos de sociabilidad de las clases medias, cuyo trabajo en la economía capitalista contemporánea exige un manejo cuidadoso del yo. Esas clases medias dependen estrechamente del trabajo colaborativo, evalúan constantemente a los otros y son constantemente evaluados por ellos, se mueven en grandes cadenas interaccionales, conocen a una gran variedad de personas que pertenecen a distintos grupos, deben ganarse la confianza de otros y, quizá por encima de todo, trabajan en contextos en los que los criterios para el éxito son contradictorios, elusivos e inciertos". Esto marcaría la "incompetencia social" de las clases trabajadoras, en cuyas vidas esta competencia emocional está más ausente, porque tienen menos valor en sus lugares de trabajo, donde es menos relevante la capacidad de prestar atención a las propias emociones y negociar con los otros. Como señala Illouz, "al utilizar y adoptar la noción de inteligencia emocional, estamos definiendo de hecho como competencia algo que nuestras instituciones ya han definido como tal, y estamos reafirmando los privilegios sociales de aquellos que ya son privilegiados".
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