Parece que la escuela pública está sometida de forma creciente a criterios de gestión empresarial, en los que se resaltan aspectos como calidad, eficiencia y evaluación. La profesora Dulce Expósito exponía en un Foro titulado "Lo que la evaluación silencia", que en un contexto neoliberal, de "competitividad global" y de crisis económica, algunos centros educativos, también públicos, se han unido a la European Foundation for Quality Management (EFQM):
Frente a experimentos previos en Japón (con el premio Deming) o en los Estados Unidos (con el Malcom Baldrigde), la EFQM fue concebida para promover la competitividad de la industria europea por los presidentes de catorce grandes compañías de Europa, entre las que se encuentran Volkswagen, Renault, Fiat auto, Phillips Electronics, Nestlé, etc. Se trata de que las empresas tengan una guía, un diagnóstico, que les permita conocer en qué estado se encuentran y en qué dirección deben encaminarse o qué acciones acometer. Esta declaración de “principios” se concreta –para encontrar áreas de mejora, no olvidemos, en aras de la competitividad- en una serie de elementos a tener en cuenta como: la satisfacción del cliente (familias), los empleados y la satisfacción e impacto en la sociedad, que se consiguen mediante el liderazgo, la política y estrategia, gestión de personal, recursos y procesos...En el mismo foro, el profesor Julio Rogero denunciaba el proceso creciente de mercantilización del sistema educativo, al que se sitúa como un servicio público que ha de funcionar con los criterios del mercado: evaluación de resultados, costos y beneficios. Se considera un problema puramente técnico, pero que, sin duda, es un problema político muy significativo, ligado al problema de la transparencia y la justicia social que se ocultan por la simplicidad de los indicadores. Por eso la evaluación no es una cuestión puramente técnica, es una filosofía de gobierno y de ética política.
Se supone que esta cultura de la evaluación tiene el objetivo de que detectemos áreas donde debemos mejorar y que la evaluación es voluntaria. Pero lo que, en principio, es voluntario (se trataría, por ello, de una servidumbre voluntaria) se ha intentado pasar por obligatorio (con el estigma del que no se somete a ella algo oscuro y tenebroso tiene que ocultar). El resultado de la evaluación que los alumnos realizan a los docentes se dan el último día del curso, después del claustro final, donde aparece un ranking comparativo de cómo quedó cada profesor en relación al resto (al respecto quiero señalar que en mi centro esta cultura de la evaluación y la calidad ha llevado a que en uno de los cinco edificios que lo constituyen, se haya colgado en la sala de profesores, una foto con la empleada del mes: no es broma). Por otro lado, la supuesta confidencialidad de los resultados que cada profesor recibe al final de la evaluación de sus alumnos (pues se supone que solo él debe saber qué opinan sus alumnos y qué áreas ha de mejorar) queda más que en entredicho, pues viene siendo claro que es un sistema de control que permite ejercer el poder, eso sí, con el marchamo del cientificismo.
Entre las trampas de la evaluación en educación, Rogero señala que esta evaluación:
-
Promete
equidad, neutralidad y está cargada de prejuicios sobre los que viven
en contextos desfavorecidos, los inmigrantes, los alumnos con
dificultades
y con necesidades específicas..
- Se
promete la excelencia superior en los excelentes, pero la comparación
competitiva se introyecta en todos, en el interior de cada persona para
mostrarse
inferior al otro y separado de él. Se salvará quien muestre mejor
rendimiento en la carrera de la competitividad.
- Promete
planes de mejora y sólo se utiliza para elaborar ranking de centros
para desprestigiar a la educación pública. Se utiliza para dirigir,
orientar
y manipular la demagógica libertad de elección de centros.
- La
evaluación es el instrumento para mostrar que unos son dignos del
derecho a la educación y otros no. Por eso la desinversión creciente en
los programas
de compensación educativa y la inversión creciente en institutos de
excelencia.
- Sólo
se considera “bueno” lo que interesa al mercado y así se evalúa lo que
produce valor añadido a los educandos como capital humano.
Lo
importante son los resultados en la adquisición de las competencias que
el mercado necesita. Es la necesidad de reducir al ser humano a capital
humano
para hacerlo competitivo en el mercado
- Nos
dicen que se puede medir la inteligencia del ser humano y se descubre
que es una pasión inútil y la base de la justificación de una injusticia
radical. Hay
un profundo reduccionismo del ser humano al evaluar sólo algunos
aspectos de su dimensión intelectual en algunos de los campos del
conocimiento
y del saber oficial. Otras múltiples dimensiones quedan ocultas: los
otros rasgos que hacen al ser humano: Si la evaluación de los
resultados es la única medida de sus objetivos, ¿dónde quedan las
experiencias educativas y aspectos tan importantes como
la
creatividad, la sensibilidad, la inteligencia, la subjetividad, la
conciencia crítica, el reconocimiento de los límites, la necesidad de la
desaceleración, la reflexión y la calma, la ternura, la compasión, la
atención al otro y la convivencialidad. Estos aspectos siempre escapan de los resultados y son difícilmente
medibles con unas pruebas que se centran fundamentalmente en los
resultados en lengua y matemáticas.
Leyendo las reflexiones anteriores me acordé de la polémica que ha provocado en la Comunidad de Madrid la participación de la Fundación Empieza por educar en las escuelas públicas madrileñas. Esta Fundación, creada en 2010, está presidida por Ana Patricia Botín, heredera del Banco Santander, y cuenta entre sus consejeros con asesores de empresas, economistas, empresarios y un director general de Goldman Sachs (¡qué miedo!). La Fundación tiene conexiones con el movimiento Teach for America, que parece haber calado en las buenas conciencias de las altas finanzas y que, según su creadora, se basa en "la brillante simple idea de coger a graduados excepcionales para liderar escuelas que necesitan líderes inspiradores". Entre sus valores destacan su inconformismo y espíritu crítico (cosa, que sin ánimo de prejuiciar, no parece ser lo más representativo de las ocupaciones y cargos de sus miembros), gestión por objetivos, la obtención de resultados, y la excelencia (esto sí les pega más): "cumplimos las cosas a las que nos comprometemos" (una advertencia que parece una amenaza). Aunque aceptáramos sus buenas intenciones, y sus discutibles modelos de gestión empresarial a la escuela, lo que más nos debería preocupar es que parecen tener muy claro el modelo de educación que desean, y están dispuestos a llevarlo a cabo sin ningún tipo de consulta democrática, autoconvencidos de su eficacia. Cuando los demás todavía discutimos sobre "la escuela que queremos", y observamos las diferentes expectativas que cada alumno o alumna, cada familia, clase o sector social, demanda de la escuela, la Fundación Botín parece no tener ninguna incertidumbre al respecto. Siguiendo la iniciativa "emprendedora" de "arriesgarse" en proyectos con "futuro", más que perderse en análisis de profundidad o en detalles, se trata de marcarse objetivos claros y obtener resultados cuantificables. Lo que parece importar un higo es si esos objetivos son compartidos.
Es chocante también, leyendo en la página web de la Fundación, lo convencidos que están estos señores de participar en "una misión social de alto impacto" para los que ninguna decisión democrática los ha investido.