domingo, 11 de noviembre de 2018

La "Escuela sin partido". La escuela y la ultraderecha en nuestros días.

El recién elegido presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, según nos cuenta Breiller Pires en el diario El País, ha dado "su apoyo explícito a que los alumnos filmen a sus profesores para denunciar el supuesto "adoctrinamiento izquierdista" y la "sexualización" precoz de los niños en las aulas que, según el presidente electo y sus seguidores, implementó el Partido de los Trabajadores durante sus Gobiernos (2003-2016). Todo está enmarcado en la defensa de lo que llama Escuela sin partido, un proyecto que está en el Parlamento que propone vetar el uso en las aulas de la palabra “género” y de la expresión “orientación sexual”, entre otras cosas. No es una propuesta aislada, "en Alemania, los ultras del partido AfD lanzaron a inicios de octubre una plataforma para denunciar de forma anónima a los profesores".
El plan educativo del Gobierno de Bolsonaro -explica el corresponsal de El País- ha señalado que “uno de los mayores males actuales [de la educación] es el fuerte adoctrinamiento” y promete “expurgar la ideología de Paulo Freire”, en referencia a uno de los grandes referentes de la educación en el país, conocido por su teoría de la pedagogía del oprimido. Actualmente, ni los currículos de la enseñanza básica ni los de la media hacen referencia a los métodos de Freire. Tampoco contienen la palabra "género", ya retirada de los planes educativos por presiones políticas.

Frente al supuesto adoctrinamiento ideológico en la escuela, el modelo de la Escuela sin Partido defiende una falsa neutralidad de valores. Así  "durante la campaña, el general Aléssio Ribeiro Souto, uno de los designados por Bolsonaro para elaborar el plan de educación, llegó a cuestionar la teoría de la evolución y a defender el creacionismo en la enseñanza de ciencias. “Si la persona cree en Dios y tiene su posicionamiento, no corresponde a la escuela querer alterar ese tipo de cosas”, afirmó Souto. El mundo al revés.
En nuestro país, como vimos en otra entrada de este blog, el debate sobre el adoctrinamiento en las escuelas públicas (curiosamente no parece existir tal cosa en las escuelas privadas) se activó durante el procés catalán, imputándose delitos de odio a algunos profesores y profesoras catalanas. Estos profesores, cuyos supuestos delitos han ido siendo desmontados por la justicia, ya habían sido condenados, y sus identidades difundidas meses antes, en algunos medios de comunicación, como el diario El Mundo.

La locura del mindfulness (en la escuela).

La socióloga norteamericana Barbara Ehrenreich, en su último libro "Causas naturales. Cómo nos matamos por vivir más" (Turner, 2018), dedica un capítulo a "la locura del mindfulness". Explica cómo, frente a la disminución de la capacidad de atención -que parecen mostrar algunos estudios- en nuestras modernas sociedades tecnológicas, y sus síntomas asociados (TDA, TDAH, síndrome de Asperger...), se ha recurrido a adaptar aspectos de religiones como el budismo -su "núcleo laico-, para controlar la mente mediante la meditación o "atención plena". Esto último es lo que recibe el nombre de mindfulness, un concepto que apareció en libros superventas a finales de la década de 1990 (¡ya está quedando anticuado para los defensores de la innovación permanente hacia no se sabe dónde!).
Como señala Ehrenreich, "el budismo, o una adaptación del mismo se está convirtiendo en una marca de clase social, al menos entre la población blanca, y en ninguna parte era esto más patente que en Silicon Valley" (p. 99). Compañías como Google difundieron el mindfulness como una forma de modelar nuestro cerebro. Fue precisamente Silicon Valley quien legitimó el mindfulness de cara al mundo de los negocios. Debutó en el Foro de Davos en 2013 y desde entonces se han celebrado congresos Wisdom 2.0 en importantes ciudades del mundo, desplegando negocios de coaching y diseño de apps (más de quinientas actualmente disponibles). Desde allí el mindfulness se ha extendido hacia otros ámbitos, como el educativo (de lo que da muestra la proliferación de cursos para el profesorado sobre este tema, sosteniendo -sin argumentos científicos validados- sus bondades en el aprendizaje).
Los defensores del mindfulness citan siempre -como advierte Ehrenreich- "el estudio de 2004 de un neurocientífico que demostraba que los monjes budistas con cerca de diez mil horas de meditación a sus espaldas presentaban patrones de actividad cerebral alterados" (p. 103). A partir de aquí, deducían que a través de la meditación, "ya fuera monástica o guiada por una app, cualquiera podría acceder a su tejido cerebral y "reesculpirlo" en una dirección más calmada y atenta" (p. 104). Hace así un uso a su conveniencia de la "neuroplasticidad" de nuestro cerebro, algo innato en nuestro tejido neuronal que no requiere un esfuerzo consciente por reprogramarlo.
Un "meta-análisis" de estudios previos publicado en Estados Unidos en 2014, "encontró que los programas de meditación pueden ayudar a paliar síntomas relacionados con el estrés, pero que no son más efectivos que otras prácticas como la relajación muscular, la medicación o la psicoterapia" (105). Es decir, que para mejorar la atención o la concentración lo mismo nos puede servir la lectura de un buen libro, un paseo o una comida en compañía de amigos. Así que ánimo, a relajarse (y desconectarse) sin los gurús de moda.