domingo, 30 de junio de 2019

Evaluar, evaluar, malditos.


El sociólogo Juan Irigoyen explica en un artículo (La refundación de la evaluación, 2011), cómo desde los años ochenta la evaluación ha experimentado una gran expansión en el mundo del trabajo y en la escuela, constituyéndose en el centro de los procesos educativos (competencias, rúbricas, criterios...) y determinando tanto a los contenidos como a los métodos docentes. 
No se evalúa sólo a los alumnos, sino también a los profesores, a los centros, los programas... Se crean Agencias Evaluadoras conectadas con el Estado. Un Estado auditor y acreditador. Estas agencias (como la AGAEVE en Andalucía) son una nueva tecnoburocracia investida en autoridad científico-técnica, creadas de forma discrecional por las autoridades y carentes de trasparencia. Un poder evaluador y acreditador anónimo eximido de la rendición de cuentas. 

En el contexto de las actuales políticas neoliberales, la evaluación "se inserta ahora en un modelo organizativo gerencialista formando parte de un dispositivo de poder referenciado en la calidad, la gestión y la clientelización". Un modelo que resta autonomía al profesorado y lo sitúa en una posición subalterna en la organización de su labor. Un modelo que sustituye el antiguo orden burocrático por el orden gerencial de la nueva empresa, situando al alumnado y a las familias como clientes en busca de realizar sus proyectos personales, debilitando los vínculos sociales de la comunidad educativa. 
En ese orden gerencial, el concepto de calidad (concepto difícilmente definible con rigor) constituye el principal elemento de su imaginario, en busca de la renovación permanente. En el "mercado educativo", como en otros mercados, es inviable limitarse a la reposición, hay que acelerar la innovación constante, que convierte en perecedera cualquier experiencia. 
En la búsqueda de esa calidad se interioriza la evaluación permanente, condición necesaria para la presentación, realización y acreditación de cualquier proyecto. Para ello se multiplican los indicadores, generalmente homogéneos y simplificadores de las prácticas docentes. Se seleccionan las áreas de información mas sencillas de comprobar, unos ítems que resultan unidimensionales frente a la complejidad de las situaciones. Las evaluaciones se van sucediendo en el intento de acreditar el crecimiento constante, que es medido mediante indicadores universales, no adaptados a las distintas situaciones o puntos de partida.
La evaluación crea asimismo sus propios tiempos de medida: "Muchos problemas exigen respuestas que sólo pueden ser abordados en horizontes de medio plazo. La evaluación crea una economía de tiempo ficticia que desplaza muchas de las cuestiones esenciales no abordables en sus ciclos".

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