domingo, 3 de enero de 2021

Richard Feynman: el placer de descubrir

   

   Richard P. Feynman, El placer de descubrir, Crítica, Barcelona, 2004, 217 páginas. Traducción de Javier García Sanz.

    En este libro, Feynman recuerda con frecuencia las enseñanzas de su padre, cómo le animaba a observar, a fijarse en las cosas: 

“Mirando un pájaro decía: ¿Sabes qué pájaro es ése? Es un tordo de garganta marrón; pero en portugués es un..., en italiano un..., etc. Ahora ya sabes qué nombre tiene ese pájaro en todos los idiomas que quieres”, decía, “pero cuando hayas acabado con eso no sabrás absolutamente nada sobre el pájaro. Sólo sabrás cómo llaman al pájaro los seres humanos de diferentes lugares. Ahora, concluía, “miremos al pájaro”. Sin embargo, como profesor, Feynman confesaba que no sabía cuál era la mejor forma de enseñar: “No sé cómo responder a esta cuestión de los diferentes tipos de mentes con diferentes tipos de intereses; no sé qué es lo que les engancha, lo que les hace interesarse,no sé cómo guiarles para que se interesen”. “Mi teoría es que la mejor forma de enseñar es no tener ninguna filosofía, ser caótico y mezclarlo todo, en el sentido de que uno utiliza todas las formas posibles de hacerlo” (28). En otro lugar, en cambio, lamentando el entorno acientífico en el que vivimos (“¿por qué tenemos aún astrólogos?”, se pregunta), Feynman se queja de “esta lucha terrible por tratar de explicar cosas a gente que no tiene ninguna razón para querer saberlo”. La ciencia no tiene certezas, y la gente busca certezas: “Yo tengo respuestas aproximadas y creencias posibles y grados diferentes de certeza sobre cosas diferentes”. Esto le lleva a plantear el debate entre ciencia y religión: el científico no puede tener “ese conocimiento real de que existe un Dios; esa certeza absoluta que tienen las personas religiosas”. En este sentido, Feynman cree que “somos demasiado educados”: “Creo que deberíamos pedir a esa gente que traten por sí mismos de obtener una imagen coherente de su propio mundo”.

     Respecto a la integridad del científico, su honestidad y transparencia, Feynman señala que el científico debe empezar con la duda y la incertidumbre: “Antes de empezar uno no debe saber la respuesta”; luego debe juzgar las evidencias, mantener cierta objetividad y no depender en última instancia de la autoridad. 

“Si construyen (los científicos) una teoría, por ejemplo, y la anuncian, o la hacen pública, entonces también deben señalar todos los hechos que no concuerdan con ella, tanto como los que concuerdan con ella... Hay que dar los detalles que pudieran arrojar dudas sobre su interpretación, si ustedes los conocen. Si saben que algo es completamente erróneo, o posiblemente erróneo, deben explicarlo del mejor modo posible”. 

    Así, en el campo del asesoramiento científico, señala la obligación de hacer públicos los informes negativos a los propósitos del gobierno o la empresa que encarga el informe, no sólo los que les sean positivos. 

    También en el terreno de la publicidad, señala cómo “los anuncios, por ejemplo, son un caso de una descripción científicamente inmoral de los productos. Esta inmoralidad está tan extendida que uno se ha habituado a ella en la vida cotidiana y ya no la considera algo malo”.

 Es también interesante la reflexión que hace Feynman acerca de la belleza que puede aportar la ciencia a nuestro conocimiento de la realidad. Frente a la crítica de un amigo artista que le señalaba que, como científico, era incapaz de ver la belleza de una pequeña flor, reduciéndose a desmontarla y convertirla en algo anodino, Feynman afirmaba: 

“Yo veo mucho más en la flor de lo que ve él. Puedo imaginar las células que hay en ella, las complicadas acciones que tienen lugar en su interior y que también tienen su belleza. También los procesos, el hecho de que los colores de la flor evolucionan para atraer insectos que las polinicen es interesante, pues significa que los insectos pueden ver el color... El conocimiento científico añade algo a la excitación, el misterio y el respeto por una flor; no entiendo cómo puede restar”. 

     Más polémicas son sus afirmaciones respecto a la cientificidad de las ciencias sociales: considera que se comportan como lo que denomina ciencia tipo cultos cargo: "siguen todos los preceptos y formas aparentes de la investigación científica, pero les falta algo esencial, porque los aviones no aterrizan”. Los “cultos cargo” se desarrollaron en Melanesia y Nueva Zelanda tras la II Guerra Mundial. Acostumbrados los nativos a ver aterrizar durante la guerra aviones con montones de mercancías, pretendieron que continuara ocurriendo lo mismo. Así que se las arreglaron para construir cosas como pistas de aterrizaje, hacer hogueras a los lados de la pista, construir una cabaña como torre de control.., y esperar que aterrizaran los aviones. La forma era perfecta, pero no funcionaba, no aterrizaban aviones. 

    Tampoco la filosofía sale bien parada: hablando sobre Spinoza, entiende que tuvo el valor de abordar grandes cuestiones, “pero no sirve de nada tener el valor si no se llega a ninguna parte con la cuestión”: “Uno puede tomar cada una de las proposiciones de Spinoza y sus proposiciones contrarias, y mirar el mundo..., y no puede decir cuáles son las correctas”. Quizás podría aceptar que lo interesante es plantear las cuestiones correctas, o al menos disolver las falsas. De todas formas, Feynman admite un pequeño espacio para la filosofía cuando en otro lugar reconoce que en esta época de especialización, “son cada vez menos frecuentes los debates públicos sobre las relaciones entre aspectos diversos de la actividad humana”.

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