sábado, 21 de abril de 2012

La educación al servicio del mercado del trabajo

Intentar conectar la educación con el mundo del trabajo, como han intentado distintas pedagogías ligadas al movimiento obrero, no es lo mismo que ligar la educación con el "mercado de trabajo" o con el empleo. No debemos confundir trabajo con empleo renumerado, ni con la sociedad salarial, que son meras formas históricas de esta actividad necesaria que hemos llamado trabajo (Paco Puche, Decrecimiento y ocio, 2010). Además, la actividad laboral debería ser productiva, pero también autorrealizadora y socializante.

Nuestro modo de vida capitalista no solo secuestra nuestro tiempo de vida en un trabajo en muchas ocasiones alienante, sino que también existe un capitalismo cultural que ocupa nuestros cerebros con contenidos prefabricados, dentro de unos medios de comunicación y productos de entretenimiento en los que ha ido aumentando su concentración oligopólica en unas pocas grandes empresas. Nos invitan a trabajar sin descanso y a divertirnos sin parar, convirtiéndonos en consumidores siempre insatisfechos.
Pero nos faltan otros tiempos para la vida: para el pensamiento, para deliberar, discutir y fomentar el asamblearismo local, para nuestros afectos, para el juego, para gozar de la naturaleza, para la belleza y el conocimiento, para la rebelión y la disidencia...

Señalaba Lafargue en su Derecho a la pereza que la obsesión por el trabajo en la sociedad capitalista sólo nos precipitaba "a las crisis industriales de superproducción que convulsionan el organismo social". Algo así ha pasado en España, afanándonos en construir y construir viviendas que ahora nadie habita y que han arruinado a sus promotores. "El sobretrabajo realizado durante el periodo de la pretendida prosperidad -añadía Lafargue- es la causa de la miseria presente... En lugar de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y un regocijo universal, los obreros, reventando de hambre, van a dar cabezazos a la puerta del taller". La máquina se convierte en instrumento de servidumbre, su productividad nos empobrece. El obrero debe competir con la máquina, redoblando su ardor.
Quizás hoy deberíamos también lanzar esta plegaria de Lafargue:
¡Oh, Pereza, ten piedad de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!

Kropotkin, por otro lado, afirmaba:
“El exceso de trabajo repugna a la naturaleza humana, pero no el trabajo. El exceso de trabajo para proveer a una minoría los lujos, pero no el trabajo que origina el bienestar de todos. El trabajo, la labor, es una necesidad psicológica; la necesidad de gastar la energía física acumulada; una necesidad que es en sí la salud y la vida. Si tantas clases de trabajo útil son hechas ahora de mala gana, es únicamente porque imponen un exceso de trabajo o no están bien organizadas. Nosotros sabemos -el viejo Franklin lo sabía también-, que cuatro horas de trabajo útil por día son más que suficientes para que todo el mundo pueda gozar del bienestar de una casa, de una familia verdaderamente acomodada de la clase media, si todos nosotros nos dedicáramos a un trabajo productivo y no derrochásemos nuestras fuerzas productivas, como hacemos ahora. En cuanto a la cándida cuestión que desde unos cincuenta años se viene sosteniendo de ¿quién hará el trabajo desagradable?, yo lamento francamente que ninguno de nuestros sabios se haya visto obligado a hacerlo, aunque fuera tan solo por un día. Si hay todavía trabajo que es desagradable en sí, es únicamente porque nuestros científicos no han querido pensar en los medios para hacerlo menos desagradable; han sabido siempre que había una multitud de hambrientos que harían aquellos trabajos por unos cuantos céntimos al día”

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